jueves, 14 de agosto de 2008

Fe

Había una vez un hombre del Este que decía ser un Sacerdote de Dios. Quienes lo escuchaban hablar aseguraban que realmente tenía un destino divino sobre la tierra, pues cuando predicaba era como oír el canto de los ángeles antes de que se hiciera el mundo.
Un día enfermó, y en su lecho de muerte uno de sus discípulos quiso averiguar cuál era su secreto. Se acercó por la noche, cuando ya nadie vigilaba la habitación, y encontró a su Maestro sentado en la cama, mirándolo con tanta profundidad que creyó que podía ver a través de su piel, su carne y sus huesos, directo hacia su corazón.
-Al fin has venido, hijo mío –dijo él, mientras se le dibujaba una triste sonrisa en el rostro.
El discípulo se sobresaltó, pues no le había dicho que vendría. Guardó silencio y dejó que él siguiera hablando.
-Quieres saber cuál es el secreto que impulsa mi Fe, pero no hay secreto alguno por revelar. Solo tienes que creer y ellos te seguirán.
El joven aprendiz bajó la mirada, silencioso. Sabía que no podía discutir con él, por lo que le preguntó
-Maestro, ¿cree usted en Dios?
El hombre sonrió, pero no contestó. Se acostó en la cama y cerrando los ojos, dejó que el tiempo se llevara sus últimos segundos de vida, no sin antes tomar la mano del joven y, acercándolo hacia él para que lo escuchara, decirle
-Si creyera en Dios, no sonreiría, pues toda mi vida he pecado, y me espera un castigo divino del otro lado del río. No creas, pues yo nunca creí. Solo has que ellos te crean a ti, y así seguirá el orden natural.

1 comentario:

ElChapa dijo...

"...y así seguirá el orden natural". Muy bueno!

Saludos